Rusia está viviendo algo inédito en sus calles: cada vez más jóvenes hablan mandarín y veneran a China
Publicado el 05/07/2025 por Diario Tecnología Artículo original
A veces, dos mundos aparentemente opuestos se atraen de forma irremediable. El año pasado, las tensiones comerciales entre Pekín y la UE abrieron un nuevo escenario para los ganaderos rusos y “su” cerdo. Poco después, el hype fue in crescendo con la proliferación de tiendas de productos rusos en ciudades de toda China. Y ahora, como vasos comunicantes, los rusos se están plegando al "made in China" como lo hicieron sus padres en 1991 con Estados Unidos.
Incluso están hablando en mandarín.
China como faro. Lo contaba el New York Times. En la Rusia posterior a la invasión de Ucrania, donde las sanciones occidentales han roto décadas de vínculos económicos y culturales, China ha comenzado a ocupar el espacio simbólico y material que antes pertenecía al mundo anglosajón y europeo.
¿Cómo? Desde parques temáticos con arquitectura tradicional china, hasta aulas universitarias de Moscú donde aprender mandarín (se han vuelto tendencia), o en la decoración de la ciudad para celebrar el Año Nuevo Lunar y en los vagones de metro decorados con proverbios de Xi Jinping, la cultura china ha irrumpido en la vida cotidiana rusa con una intensidad que, hasta hace poco, habría parecido inimaginable.
Un espejo. En ese escenario contaba el medio casos de jóvenes como el de Alyona Iyevskaya, estudiante de primer año en la Universidad de Moscú, que ya no sueñan con Londres o París, sino con Shanghái y Pekín.
China no solo es admirada por su desarrollo acelerado y sus oportunidades educativas y laborales, sino también por su cercanía diplomática con el Kremlin y su papel como sostén económico de una Rusia cada vez más aislada del mundo occidental.
El giro oriental. La transformación no es superficial. Desde las escuelas públicas desbordadas por la demanda de clases de mandarín, hasta universidades técnicas que lo incorporan como segunda lengua obligatoria, el aprendizaje del chino se ha convertido en una herramienta de progreso para una generación que asocia el futuro con oriente.
De hecho, el medio subrayaba unos datos incontestables: las ofertas de empleo que requieren conocimientos de chino se han disparado, mientras que las nannies chinas son contratadas por la élite rusa para que sus hijos crezcan bilingües desde la cuna. En las librerías abundan los libros sobre Confucio y filosofía china, los teatros acogen montajes basados en novelas contemporáneas del país, y las exposiciones museísticas buscan activamente colaboraciones con instituciones culturales de Pekín.

Hay mucho más. Sí, porque el comercio también refleja este cambio: más de 900.000 automóviles chinos fueron vendidos en Rusia en 2024, multiplicando por ocho la cifra de 2021. Aunque marcas como Porsche y Mercedes siguen simbolizando estatus, modelos como Li Xiang o Haval empiezan a llenar las calles moscovitas.
Por supuesto, esta adopción masiva no está libre de tensiones internas.
Una resistencia latente. Pese al entusiasmo estatal y mediático por la sinización de los gustos rusos, persisten resistencias y contradicciones. La preferencia por productos occidentales sigue viva, como lo muestran edificios residenciales de lujo que lucen nombres como Knightsbridge o Belgravia. Describía el Times más pistas de esa resistencia, como las bromas sobre coches chinos en redes, las reticencias de algunos consumidores y el fracaso en taquilla de películas sino-rusas como Red Silk, situaciones que reflejan un desfase entre el entusiasmo promovido desde arriba y los hábitos arraigados en sectores de la sociedad.
Incluso entre las nuevas generaciones, el entusiasmo por Asia no es uniforme: los adolescentes mayores aún se identifican con Occidente, mientras que los más pequeños, crecientes en un entorno saturado de productos “made in China”, apenas conocen referentes europeos o estadounidenses.
Afinidad estratégica, no cultural. Es otra de las posibilidades que se apuntan. Para algunos analistas rusos, como la sinóloga Yulia Kuznetsova, este giro hacia China no es tanto una transición estructural como una alianza transitoria. Aunque el intercambio económico y el acercamiento geopolítico entre Moscú y Pekín se han intensificado (con Xi Jinping visitando a Putin y el comercio bilateral batiendo récords), la barrera cultural permanece.
China, con su sistema político centralizado y su historia milenaria, sigue siendo vista por muchos rusos como una civilización ajena. Kuznetsova incluso sostiene que la cultura árabe, hoy visible en destinos populares como Dubái, es más cercana para el ciudadano medio ruso que la china. Para ella, Europa (a pesar de las fracturas) sigue siendo la única esfera cultural con la que Rusia comparte raíces profundas.
Pragmatismo sin entusiasmo. Así, la visión de familias como la de Aleksandr Grek, editor de revista y padre de cinco hijos, sintetiza a la perfección esta dualidad. Mientras sus hijos adolescentes aún consumen cultura occidental, los más pequeños crecen rodeados de juguetes, tecnología y contenidos visuales procedentes de China. Para él, enviar a su hija de 14 años a pasar el verano con una familia china no es un acto ideológico, sino una inversión estratégica: “China es nuestro único amigo ahora”.
Su razonamiento se basa en un diagnóstico económico: China lidera sectores clave como la inteligencia artificial o la energía solar, y Rusia necesita alinearse con ese motor si quiere mantenerse competitiva. Esa lógica se ha convertido en un argumento dominante entre padres, empresarios y funcionarios: ya no se trata de afinidad cultural, sino de supervivencia sistémica.
China presente. Lo que sí parece más o menos claro es que lo que está ocurriendo en Rusia no es únicamente un cambio de gustos o de lenguas, sino un desplazamiento profundo del eje de influencia cultural, comercial y simbólica. En ausencia de Occidente (bloqueado por sanciones, cerrado al turismo y estigmatizado por el discurso oficial), China ofrece no solo acceso a bienes de consumo y cooperación tecnológica, sino un nuevo relato de grandeza, resiliencia y desarrollo sin ataduras liberales.
Visto así, es, en muchos sentidos, una versión alternativa de lo que Rusia querría ser: poderosa, pragmática, respetada y autoritaria. Y aunque, como vemos, ese modelo no cale por igual en el imaginario colectivo, ni tampoco borre la nostalgia por el pasado occidentalizado, todo apunta a que, al menos por ahora, Rusia orbita cada vez más firmemente en la esfera de atracción china (y viceversa).
Imagen | Hippox, svklimkin, Presidential Executive Office of Russia
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