En el pueblo noruego donde morirse es ilegal lo que más preocupa es otra cosa: que Rusia está cada vez más cerca

Publicado el 09/09/2025 por Diario Tecnología
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En el pueblo noruego donde morirse es ilegal lo que más preocupa es otra cosa: que Rusia está cada vez más cerca

A 1.300 kilómetros del Polo Norte se encuentra la localidad habitada más septentrional del mundo. Nos referimos al pueblo noruego de Svalbard, una región extrema, un gigantesco páramo helado muy por encima del Círculo Polar Ártico donde 2.500 personas tienen oficialmente prohibido morirse. Y, sin embargo, lo que más les preocupa no tiene que ver con su clima o lugar geográfico. 

Lo que más les preocupa es que Rusia está cada vez más cerca.

Prohibido morir. Lo hemos contado. En Svalbard rige una de las normas más peculiares del planeta: está prohibido morirse en Longyearbyen, su capital, porque el permafrost impide la descomposición de los cadáveres y preserva virus y bacterias durante décadas, lo que ya se comprobó cuando cuerpos enterrados en 1918 aún contenían rastros del virus de la gripe española. 

Desde 1950, los cementerios dejaron de aceptar fallecidos y cualquier persona gravemente enferma o de edad avanzada debe trasladarse al continente para pasar allí sus últimos días, mientras que los pocos entierros aún visibles son vestigios de tiempos anteriores. La regla refleja tanto la dureza de vivir en el Ártico como la fragilidad de un asentamiento donde la vida, e incluso la muerte, está condicionada por el hielo eterno.

La nueva frontera del Ártico. Lo contaba el fin de semana Bloomberg. En lo alto de la isla de Spitsbergen, en el archipiélago de Svalbard, se levanta Svalsat, la mayor estación terrena de satélites del mundo, con 170 cúpulas que conectan cada pocos segundos con satélites en órbita polar y suministran datos críticos para meteorología, navegación, investigación climática y seguridad marítima. 

Su ubicación, a 78 grados norte y con acceso a aeropuertos y puertos libres de hielo, confiere a este enclave noruego una relevancia estratégica única en un Ártico cada vez más disputado. Noruega lo ve como un símbolo de soberanía y lo ha expandido con proyectos energéticos y de comunicaciones, colaborando con agencias como la NASA, la ESA o OneWeb. Sin embargo, la dependencia de este nodo tecnológico y su potencial uso dual refuerzan la tensión con Rusia, que acusa a Oslo de violar el Tratado de Svalbard al tender cables submarinos y demostrar demasiado énfasis en control territorial.

Estación Satelital de Svalbard Estación Satelital de Svalbard

Rusia y la persistencia simbólica. A solo unos kilómetros de Longyearbyen, la capital noruega del archipiélago, resiste Barentsburg, un asentamiento minero ruso que, con apenas 400 habitantes, ondea banderas soviéticas y mantiene un busto de Lenin como recordatorio de su historia. Administrado por la compañía estatal Trust Arktikugol, el pueblo ha renovado instalaciones, abierto un gimnasio, fomentado el turismo y firmados acuerdos con universidades rusas, pese a que su mina carece de viabilidad económica real. 

En la práctica, representa un símbolo estratégico para Moscú en el Ártico. Tras la invasión de Ucrania, las relaciones entre las comunidades noruega y rusa se enfriaron: se cancelaron visitas turísticas a Barentsburg, se suspendieron actividades deportivas conjuntas y muchos mineros ucranianos regresaron a casa. Lo que antes sobrevivió incluso a la Guerra Fría hoy se ha quebrado bajo la presión de la guerra y las sanciones.

Barentsburgfromdock Barentsburg

Svalbard y la incertidumbre. El gobierno noruego insiste en que “Svalbard es tan noruega como Oslo”, reforzando su control mediante visitas de autoridades, presencia militar indirecta y proyección internacional. Sin embargo, la realidad cotidiana es la de una comunidad de 2.500 personas de más de 50 nacionalidades, dependiente del turismo y de importaciones costosas en un entorno hostil donde el permafrost se derrite, los servicios básicos son limitados y la última mina de carbón noruega está a punto de cerrar. 

La transición desde un pasado industrial a una economía posminera deja preguntas abiertas: qué reemplazará a la minería, cuánto turismo se puede permitir y cómo sostener una población diversa sin provocar tensiones internas. La vida en Svalbard, marcada por osos polares, avalanchas mortales y la falta de maternidad o centros geriátricos, recuerda que allí todos viven “a tiempo prestado”.

Una rivalidad global. La guerra en Ucrania, los gestos de Trump reclamando Groenlandia y la militarización rusa de la península de Kola han convertido al Alto Norte en epicentro de rivalidad geopolítica. Con el deshielo acelerado abriendo rutas como el paso del Nordeste y multiplicando el valor estratégico de recursos y comunicaciones, Svalbard emerge como un microcosmos de la pugna mundial: un lugar donde la ciencia, la defensa y el comercio se entrelazan con símbolos políticos y choques de soberanía. 

Para los residentes de Longyearbyen, la transición ha sido palpable: de un pueblo minero cohesionado a una comunidad expuesta a corrientes globales que generan identidad difusa y tensiones con sus vecinos rusos. Como expresaba una veterana residente, incluso en los tiempos más fríos de la Guerra Fría persistía la cooperación local. Ahora, esa convivencia también parece perdida, dejando a Svalbard en la incómoda primera línea de una nueva era de competencia ártica.

Entre el turismo, la ciencia y el clima. Plus: el cierre de las minas plantea un vacío económico que solo en parte llenan el turismo, cada vez más masivo con la llegada de cruceros, y proyectos científicos como el Banco Mundial de Semillas, que apenas ofrecen empleo. Mientras tanto, el calentamiento del Ártico, cuatro veces más rápido que la media global, derrite el permafrost y compromete infraestructuras, encarece la energía y multiplica riesgos naturales. 

La disyuntiva de cuánto crecimiento turístico aceptar, cómo atraer familias permanentes y qué papel jugar en la investigación global define la próxima etapa de Svalbard. Y en medio de estas tensiones, los habitantes intentan mantener su identidad y resiliencia, conscientes de que viven en un territorio donde la naturaleza y la geopolítica pesan tanto como la voluntad de sus propios residentes.

Imagen | Sprok, Bernt Rostad

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