Cada día miles de personas se burlan sin saberlo de un imperio cuando desayunan. El responsable: el cruasán
Publicado el 23/02/2025 por Diario Tecnología Artículo original
Si algo ha demostrado a lo largo de los siglos la gastronomía es que las cocinas sirven para algo más que elaborar platos sabrosos. Al calor de sus fogones suelen cuajar también tradiciones culinarias, leyendas y mitos, como el que explica que cada vez que desayunamos un cruasán en realidad estamos participando en un fasto bélico. ¿Por qué? Pues porque con ese gesto aparentemente inocente nos burlamos de la derrota de uno de los imperios más influyentes de la historia.
Nos explicamos.
¿Cruasanes y guerras? Sí. La relación tal vez suene un poco extraña, pero llega con darse una vuelta por Google para encontrar decenas de blogs, foros, revistas y diarios que relatan la misma historia: cómo el cruasán se creó para conmemorar la derrota de los otomanos en Viena a finales del siglo XVII. Para ser más precisos, el frustrado asedio de la ciudad por parte del gran visir Kara Mustafá que derivó en la batalla de Kahlenberg y marcó el comienzo del declive otomano en Europa.
Una gran victoria, un gran pastel para festejarla.
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Una historia épica. Hay gestas bélicas que inspiran poemas, canciones, óperas, películas, cuadros, novelas; pero… ¿Un pastel? ¿Por qué conmemorar el asedio de una ciudad con un bollo que hoy desayunan miles de personas a lo largo y ancho del mundo? La respuesta es bastante sencilla: la leyenda dice que los reposteros vieneses jugaron un papel clave en la derrota otomana de 1683, por lo que el gremio quiso celebrarlo como mejor sabía, amasando y horneando masa.
De complots y noctámbulos. La historia es desde luego digna de las grandes crónicas románticas. Desesperados por tomar Viena, hacia 1683 los otomanos se pusieron a pensar formas de burlar la fortificación de la ciudad. Algunas versiones aseguran que decidieron hacerlo excavando una galería subterránea. Otras, que se propusieron abrir túneles para colocar minas. En cualquier caso la leyenda cuenta que, para esquivar la vigilancia de los vieneses, los otomanos trabajaban de noche, entre quinqués y a la luz de la luna, mientras sus enemigos dormían.
Con lo que no contaron los musulmanes es que no todos los vecinos de Viena se metían en cama de noche. Había un gremio que trabajaba todos los días desde la puesta de sol hasta el alba y acabó escuchando el ruido que hacían los soldados con sus picos y palas, lo que le permitió alertar a las autoridades y repeler el ataque enemigo. ¿Qué gremio de noctámbulos era ese? Correcto: los panaderos.
Y llegó la 'Larousse' de 1938. Que esa historia de tintes románticos haya llegado hasta nosotros se explica por dos razones: siglos de tradición oral y la pluma del chef francés Posper Montagné, quien en 1938 publicó una obra icónica de la cocina universal, la 'Larousse gastronomique'. Además de explicar cómo se elaboran los cruasanes, en sus páginas el erudito relata el origen del pastel, haciéndose eco de una versión similar a la leyenda vienesa del siglo XVII.
En la obra (al menos en la que puede consultarse online) Montagné relata una historia parecida, aunque él sitúa la trama durante el sitio de Buda en 1686, no en el asedio de Viena de 1683. "Los turcos sitiaron la ciudad y para llegar a su corazón excavaron galerías subterráneas. Unos panaderos, que trabajaban de noche, oyeron el ruido que hacían los turcos y dieron la alarma", relata.
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Pero… ¿Por qué es una burla? Sencillo. Porque al crear su nuevo pastel conmemorativo los reposteros vieneses se fijaron en un símbolo del Islam: la luna creciente. Lo explica también la enciclopedia de Montágne: "Para recompensar a los panaderos que habían salvado la ciudad, se les dio el privilegio de elaborar un pastel especial que, en recuerdo del emblema que decoraba la bandera otomana, debía tener forma de media luna", añade la enciclopedia gastronómica.
En resumen: el nuevo pastel servía para celebrar la resistencia cristiana y aguante de la ciudad… y de paso se mofaba de paso de las fuerzas otomanas. Como recoge National Geographic, cuando un vienés devoraba uno de aquellos sabrosos pasteles que emulaba a una luna en realidad "se comía a los turcos".
La historia era curiosa. El relato, poderoso. Y para más inri aparecía ratificado en una obra del prestigio de la 'Larousse gastronomique'. Así que ocurrió lo que cabía esperar: el mito se extendió, ganó fuerza e hizo que los cruasanes pasasen a ser algo más que simple repostería. A su modo, se convirtieron en un símbolo.
¿Pero es cierto? La pregunta del millón. Si en algo es buena la gastronomía (además de satisfacer paladares), es en crear mitos y tradiciones de rigurosidad más que cuestionable. Las cocinas italiana, española o japonesa (por citar solo tres ejemplos) dejan unos cuantos ejemplos. Y la leyenda vienesa del cruasán podría ser únicamente eso: una leyenda de veracidad cuanto menos difícil de comprobar. Desde luego hay expertos que están convencidos de que es puro mito.
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Con ustedes, el kipferl. La historia cuenta que los reposteros de la ciudad elaboraron dos panes conmemorativos de la victoria: el kaiseremmel, una suerte de "panecillo imperial"; y kipferl, con forma de media luna. Que ese sea el origen de lo que a día de hoy entendemos como cruasanes es sin embargo más que cuestionable, recuerdan desde el Institute of Culinary Education (ICE).
"El kipferl, un panecillo horneado a partir de una masa de trigo con levadura, es común en Europa central", aclara la institución en su blog, en el que recuerda que hay registros que sugieren que el kipferl se comía ya en el siglo XIII. Es más, hay quien cree que sus orígenes son más antiguos y dulces con forma similar pueden verse en Magreb (tchareke) o la propia Turquía, donde es popular el ay çöreği.
De historia e historias. "Es casi seguro que estas historias son falsas", asegura el chef austriaco Jürgen David. De hecho pueden encontrarse otros relatos que relacionan también la invención del capuchino con el asedio otomano de Viena.
La popular cadena de desayunos Dunkin se hace eco en su web por ejemplo de la leyenda que sostiene que el famosísimo café, con su característico color (similar al del hábito de los frailes capuchinos) se sirvió por primera vez en Viena después de que sus ciudadanos encontrasen los sacos de café que los otomanos habían dejado atrás. De ser cierto, el desayuno con el que arrancan sus mañanas miles de europeos tendrían un origen común. Una coincidencia sospechosa.
Ganan los franceses. Lo más curioso es que al final no importa gran cosa cuál es el origen real de los cruasanes o si estos entroncan con una tradición culinaria más o menos antigua. Para la inmensa mayoría de la gente hoy (y desde hace tiempo) el cruasán es una creación francesa. Y en cierto modo es cierto. Hacia el XIX el kipferl se abrió paso en Francia, donde supieron hacerlo suyo. Hay una leyenda que atribuye su triunfó a María Antonieta. Otras versiones aseguran que el mérito es de un oficial austriaco, August Zang, quien en 1839 fundó una panadería vienesa en París.
Lo que resulta innegable es que aquel pastel con cuernos (o forma de media luna) gustó. Mucho. Y que a comienzos del siglo XX Sylvain Claudius Goy registró la primera versión auténticamente francesa, con su característica masa de levadura laminada. "El cruasán comenzó siendo el kipferl austríaco, pero se convirtió en francés en el momento en que la gente empezó a prepararlo en hojaldre, lo que es una innovación francesa", anota a Smithsonian Magazine Jim Chevallier, autor de un libro sobre la historia del cruasán.
Imágenes | Wikipedia 1, 2 y 3, Larissa Megale (Unsplash) y Nakul
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