No necesitamos robots que se parezcan a nosotros. Necesitamos robots que hagan cosas por nosotros
Publicado el 01/04/2025 por Diario Tecnología Artículo original
Cada vez que veo un robot humanoide bailando en una exhibición (ahora está muy de moda ponerlos en cualquier evento, visten mucho) o tropezando torpemente mientras intenta correr una maratón, no puedo evitar pensar que estamos persiguiendo un espejismo. Una quimera tecnológica que responde más a nuestras fantasías culturales que a necesidades industriales reales.
Según explica el Wall Street Journal, China y Estados Unidos están enzarzados en en una carrera por dominar el campo de los robots humanoides, con el gobierno chino designándolo como prioridad estratégica respaldada por un fondo de inversión de 138.000 millones de dólares. El CEO de Nvidia, Jensen Huang, no se ha cortado: "El tiempo de los robots humanoides ha llegado. Esta podría ser la industria más grande de todas". Una afirmación formidable respaldada por inversiones formidables.
La obsesión con replicar nuestra forma corporal en máquinas parece un eco de nuestra vanidad colectiva, un narcisismo tecnológico antiquísimo que se remonta como mínimo a la obra 'R.U.R.' de Karel Čapek, quien acuñó el término "robot" en 1920.
- ¿Por qué insistimos en robots con dos piernas cuando las ruedas son más eficientes en la mayoría de entornos? Boston Dynamics ha invertido décadas y cientos de millones en conseguir que Atlas camine como un humano, cuando un robot con tracción mecánica habría superado los mismos obstáculos con una fracción del coste energético.
- ¿Por qué brazos y manos que imitan las nuestras cuando apéndices especializados podrían hacer mejor ciertas tareas? La historia de la robótica industrial nos muestra que la especialización supera a la generalización. Un brazo robótico industrial de seis ejes diseñado específicamente para soldar es infinitamente más preciso que cualquier intento de replicar la destreza humana.
La respuesta dice más sobre nuestra psicología que sobre ingeniería pragmática. Hay algo atávico en nuestro deseo de crear a imagen y semejanza.
Según el artículo del WSJ, los robots humanoides de UBTech tardan cuatro veces más que un humano en cargar un simple contenedor (doce segundos vs tres). Un dato que debería ser una señal de alarma para cualquiera con sentido crítico. Quizás estemos confundiendo el mapa con el territorio, la estética con la funcionalidad.
Miremos donde realmente está pasando algo interesante: en esas mismas fábricas chinas, el éxito no viene del humanoide aislado, sino de ecosistemas donde conviven robots de todas las formas posibles, cada uno especializado en lo que mejor sabe hacer. Vehículos guiados automatizados, brazos robóticos, cintas transportadoras inteligentes, drones de interior... Toda una biodiversidad artificial que opera en conjunto. La naturaleza no eligió una única forma para todos los animales, ¿por qué deberíamos nosotros caer en esa trampa morfológica?

Los promotores de robots humanoides argumentan que estos se adaptarán mejor a entornos diseñados para humanos sin necesidad de modificarlos. Un razonamiento que parece impecable hasta que profundizamos: ¿acaso no modificamos constantemente nuestros entornos para adaptarlos a las nuevas tecnologías? Si hasta Instagram está cambiando las ciudades. La historia de la industrialización es precisamente la de adaptar espacios a máquinas, no al revés.
Es el mismo espejismo que aún vemos con los coches autónomos, empeñándonos en mantener esa disposición de asientos mirando al frente cuando ya no hay volante ni conductor. Qué desperdicio de posibilidades. Zoox, la empresa de vehículos autónomos comprada por Amazon, lo entendió bien cuando diseñó su taxi robótico: sin volante, con asientos enfrentados y una experiencia pensada desde cero, no como remiendo de lo que ya existía.
La innovación exigirá que dejemos de contemplarnos el ombligo robótico y empecemos a pensar en necesidades concretas y soluciones específicas, no de nostalgias antropomórficas. Tesla, con su Optimus, necesitó operadores humanos para controlar sus humanoides mientras fingían autonomía en su evento de octubre. Una metáfora perfecta de cómo nuestra obstinación por la forma humana nos lleva a teatralizar lo que aún no podemos conseguir.
Al final la carrera que importa no es la del robot que mejor imite nuestros tropiezos al bajar escaleras, sino la del que resuelva problemas de formas que ni siquiera podemos imaginar todavía. El robot revolucionario de verdad quizás no se parezca en nada a nosotros, y eso será su grandeza.
Quizás deberíamos recordar que la rueda —el invento que más ha transformado nuestra civilización— no existe en la naturaleza. La innovación real empieza cuando dejamos de imitarnos a nosotros mismos.
Imagen destacada | Xataka
utm_campaign=01_Apr_2025"> Javier Lacort .