No es tan popular como Frankenstein, pero Netflix tiene una de las películas más inquietantes de la última década

Cuando pensamos en historias que nos han perturbado, que se han anclado en nuestra psique colectiva, un nombre se alza majestuoso y centenario: Frankenstein. La creación de Mary Shelley, un icono imperecedero del horror gótico y de la reflexión sobre la ciencia y la moral, sigue siendo un referente cultural inquebrantable. Su influencia es tal que su solo nombre evoca imágenes de monstruosidad, de soledad existencial y de la delgada línea entre la vida y la muerte. Es una obra maestra que, con el paso de los siglos, ha trascendido su género para convertirse en una metáfora universal de la ambición humana y sus consecuencias. Sin embargo, en el vasto y a menudo abrumador océano del contenido que nos ofrece Netflix, se esconde una película que, aunque carece del reconocimiento masivo de la criatura de Shelley, posee una capacidad similar, si no superior, para inquietar, para desestabilizar y para quedarse con el espectador mucho después de que los créditos finales hayan terminado. Hablamos de una propuesta cinematográfica que, en la última década, ha redefinido lo que significa ser "inquietante", sumergiéndonos en un abismo psicológico que pocos atrevimientos se han osado explorar con tal audacia.

No estamos ante una película de terror al uso, con sobresaltos y criaturas de ultratumba. No. Lo que aquí nos ocupa es una obra que opera en un plano mucho más sutil y, por ello, más insidioso. Su inquietud surge de la disonancia, de la ambigüedad, de la sensación de que algo fundamental está fuera de lugar, pero sin que podamos precisar exactamente qué es. Es el tipo de filme que se te pega a la piel, que te hace cuestionar la realidad que te rodea y, lo que es más perturbador, la realidad de tu propia mente. En una era donde el contenido se consume a velocidades vertiginosas, una película capaz de generar una reflexión tan profunda y duradera es, sin duda, un tesoro.

La sombra de los clásicos y el poder de lo nuevo

No es tan popular como Frankenstein, pero Netflix tiene una de las películas más inquietantes de la última década

Es una dicotomía fascinante comparar la perenne relevancia de Frankenstein con la irrupción de obras contemporáneas que buscan dejar su propia marca. Mientras Shelley abordó los miedos de su época –la ciencia descontrolada, la creación de vida artificial, la soledad inherente al ser diferente–, el cine actual a menudo se adentra en los terrores más íntimos y psicológicos de nuestra era: la crisis de identidad, la ansiedad existencial, la fragilidad de la memoria, la naturaleza ilusoria de nuestras relaciones y la soledad en la era de la hiperconexión. Estas películas no necesitan monstruos con suturas o castillos góticos; su campo de batalla es la mente humana, un terreno infinitamente más complejo y, a menudo, más aterrador.

En mi opinión, la gran ventaja de estas nuevas narrativas es su capacidad para resonar con una audiencia contemporánea que ya está acostumbrada a la deconstrucción de la realidad a través de las redes sociales y la información fragmentada. La inquietud que generan no proviene de lo sobrenatural, sino de lo inexplicablemente familiar, de la sensación de que las cosas no son como deberían ser en nuestro propio mundo. Y es precisamente en esta brecha entre lo esperado y lo percibido donde reside la fuerza de la película que nos ocupa.

Netflix y el catálogo de lo inesperado

La proliferación de plataformas de streaming como Netflix ha democratizado el acceso a un vastísimo catálogo de cine, incluyendo producciones que, quizás, no habrían encontrado su camino a las salas de cine comerciales debido a su naturaleza arriesgada o poco convencional. Este es el caldo de cultivo perfecto para películas que se atreven a desafiar las convenciones, que no buscan el éxito de taquilla inmediato, sino la resonancia artística y el impacto intelectual. Es en este entorno donde una obra como la que analizamos puede florecer, encontrando a su público, aunque sea de nicho, y ganándose un culto silencioso pero profundamente leal.

Netflix se ha convertido en un escaparate global, no solo para grandes superproducciones, sino también para cine de autor, propuestas experimentales y dramas psicológicos que requieren de una mayor inversión intelectual por parte del espectador. Esto ha permitido que cineastas con visiones singulares puedan llevar a cabo proyectos que exploran los límites de la narrativa y la percepción, ofreciendo experiencias que van más allá del mero entretenimiento.

Una joya oculta de la psique humana: Estoy pensando en dejarlo

La película a la que me refiero es Estoy pensando en dejarlo (I'm Thinking of Ending Things), dirigida por el inigualable Charlie Kaufman y estrenada en 2020. Si bien no tuvo el bombo publicitario de otros estrenos de la plataforma, rápidamente se labró una reputación entre la crítica y los cinéfilos como una de las experiencias más singulares, densas y, sí, inquietantes de los últimos años. Es una película que desafía activamente la clasificación, mezclando elementos de drama psicológico, terror existencial, romance disfuncional y surrealismo puro. Su poder no reside en lo explícito, sino en la sutil pero constante sensación de que la realidad se desmorona a cada fotograma, dejándonos en un estado de desorientación y profunda reflexión.

Es el tipo de película que te exige paciencia, que te invita a sumergirte en su extraña lógica y que te recompensa con una sensación de descubrimiento, incluso si ese descubrimiento es más bien una revelación sobre la complejidad y la fragilidad de la mente humana. Para mí, es una de esas obras que demuestran que el cine sigue siendo un arte capaz de explorar las profundidades más oscuras y enigmáticas de nuestra existencia.

¿De qué trata? El laberinto de la mente

La premisa inicial es engañosamente simple: una joven, interpretada por Jessie Buckley, acompaña a su novio, Jake (Jesse Plemons), a conocer a sus padres en una remota granja. Desde el principio, la joven tiene una idea recurrente: "Estoy pensando en dejarlo". Lo que sigue es un viaje por carretera que se siente como un sueño febril, seguido de una cena en la granja donde el tiempo parece no tener sentido y los padres de Jake (Toni Collette y David Thewlis, ambos brillantes) fluctúan en edad y personalidad. Los diálogos son intrincados, llenos de referencias culturales y filosóficas, y la atmósfera es densa, opresiva y cargada de una extraña melancolía.

A medida que la película avanza, la identidad de los personajes se vuelve fluida, las conversaciones se repiten con ligeras variaciones, y el espectador es arrastrado a un torbellino de memoria, regret y fantasía. La película no ofrece respuestas fáciles; en cambio, plantea preguntas profundas sobre la identidad, el arrepentimiento, las elecciones de vida, la soledad y la naturaleza elusiva del amor y la conexión humana. Es un rompecabezas cuyas piezas no siempre encajan, y esa es precisamente su fuerza inquietante. No es una narrativa lineal, es una inmersión en la conciencia, en los pensamientos no dichos, en los miedos ocultos. Como espectador, te encuentras constantemente intentando descifrar qué es real y qué no, pero te das cuenta rápidamente de que esa distinción es, en sí misma, parte del engaño.

La dirección de Charlie Kaufman: maestro de lo enigmático

Charlie Kaufman es un nombre que resuena con aquellos que buscan un cine que desafíe y que se aparte de lo convencional. Conocido por sus guiones para películas como ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind), Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich) y por su anterior dirección en Synecdoche, New York y Anomalisa, Kaufman se ha consolidado como un autor cuyo trabajo explora la mente humana de formas inusitadas. Su estilo se caracteriza por narrativas no lineales, personajes introspectivos, diálogos ingeniosos y una inclinación por el surrealismo que desdibuja las fronteras entre la realidad y la imaginación. En Estoy pensando en dejarlo, Kaufman lleva estas características a un nuevo nivel, creando una experiencia cinematográfica que es tanto una película como un ejercicio de introspección filosófica.

Su habilidad para construir mundos internos complejos y externalizarlos de una manera tan tangible es lo que hace que su cine sea tan impactante. No solo nos cuenta una historia; nos sumerge en la psique de sus personajes, obligándonos a confrontar nuestras propias ansiedades y reflexiones. Es un director que no teme al silencio, a la incomodidad, a la ambigüedad, y estas son herramientas que utiliza con maestría para construir la atmósfera opresiva y reflexiva que impregna cada escena.

Actuaciones que perforan el alma

Gran parte de la efectividad de la película recae en las actuaciones del elenco. Jessie Buckley es extraordinaria, su personaje es una amalgama de pensamientos, dudas y observaciones agudas que cambian constantemente, reflejando la inestabilidad de la narrativa. Jesse Plemons, por su parte, encarna a Jake con una mezcla de torpeza, vulnerabilidad y una inquietante intensidad que nos hace cuestionar sus motivaciones en todo momento. Pero son Toni Collette y David Thewlis, como los padres de Jake, quienes elevan la película a otro nivel. Sus interpretaciones son volátiles, hilarantes en un momento y profundamente perturbadoras al siguiente, encarnando la naturaleza dislocada del tiempo y la identidad en la granja.

La química entre los cuatro actores, y la forma en que se adaptan a los cambios abruptos en el guion, es fundamental para que la película mantenga su cohesión emocional a pesar de su complejidad estructural. Sus diálogos son largos y densos, pero la entrega de cada línea está cargada de una intención que va más allá de lo superficial, revelando capas de significado que se despliegan con cada nueva visualización. Son actuaciones que exigen mucho de los actores, y ellos responden con una maestría impresionante.

Más allá del terror: el verdadero significado de inquietud

Es crucial diferenciar la "inquietud" del "terror" tradicional. El terror busca el miedo, la adrenalina, la catarsis a través del susto. La inquietud, en cambio, busca la desestabilización, la incomodidad intelectual, la sensación de que el mundo, o al menos nuestra percepción de él, está fallando. Es una experiencia más cercana a la disonancia cognitiva que al pánico. Estoy pensando en dejarlo es el epítome de esta última categoría.

No hay monstruos acechando en las sombras (al menos no en el sentido literal), pero la película te deja con una sensación de desasosiego mucho más profunda que la mayoría de las películas de género. La inquietud que genera surge de la confrontación con ideas abstractas: la naturaleza maleable de la memoria, la identidad como una construcción frágil, la soledad inherente a la existencia humana y la posibilidad de que todo lo que consideramos real sea, en última instancia, una fantasía elaborada. Esta es la marca de un cine que va más allá del simple entretenimiento para convertirse en una experiencia reflexiva y, a menudo, perturbadora. La película te obliga a mirar hacia adentro, a cuestionar tus propias experiencias, y eso es lo que la hace tan poderosa.

Un espejo a nuestra propia ansiedad existencial

La película de Kaufman resuena particularmente en nuestra era, una época marcada por la ansiedad existencial, la saturación de información y la constante reevaluación de la identidad. En un mundo donde las narrativas personales se construyen y reconstruyen en plataformas digitales, la noción de una identidad fija y coherente se vuelve cada vez más elusiva. La película de Kaufman, a través de su deconstrucción de los personajes y sus relaciones, actúa como un espejo que refleja estas preocupaciones contemporáneas. Nos hace pensar en las historias que nos contamos a nosotros mismos, las versiones de nosotros que presentamos al mundo y las fantasías que alimentamos para sobrellevar la realidad.

No ofrece consuelo, sino una invitación a la introspección. Nos recuerda que la mente es un laberinto, y que a veces, las mayores amenazas no provienen del exterior, sino de los recovecos de nuestra propia conciencia. En mi opinión, esta es la razón por la que películas como esta, aunque no sean masivamente populares, tienen un impacto tan profundo en aquellos que se atreven a sumergirse en ellas. Te dejan sintiéndote un poco más vulnerable, un poco más consciente de la complejidad de la existencia.

El impacto post-visionado: cuando una película se queda contigo

Una de las mayores virtudes de Estoy pensando en dejarlo es su perdurabilidad. No es una película que olvidas al día siguiente. Se instala en tu mente, te provoca y te incita a revisar sus escenas, a analizar sus diálogos, a buscar interpretaciones. Es el tipo de obra que gana con cada visionado, revelando nuevas capas de significado, nuevas conexiones y nuevas preguntas. Las discusiones post-película son inevitables, y a menudo, cada espectador saldrá con una interpretación ligeramente diferente, lo que habla de la riqueza y la ambigüedad deliberada de la narrativa.

Esta capacidad de generar debate y reflexión continua es lo que eleva a ciertas películas por encima de la media. No es solo lo que ves en pantalla, sino lo que la película te hace pensar y sentir después de que se ha terminado. Es una experiencia inmersiva que se extiende más allá de los límites de la pantalla, afectando tu percepción y tu forma de ver el mundo, incluso si solo es por un corto período de tiempo. Y esto, para mí, es la marca de un verdadero éxito artístico.

La importancia de dar una oportunidad a lo desconocido

En un panorama mediático tan saturado, es fácil caer en la trampa de consumir solo aquello que nos resulta familiar o que ya está validado por el boca a boca masivo. Sin embargo, hay un valor inmenso en aventurarse fuera de la zona de confort y dar una oportunidad a películas que desafían nuestras expectativas. Estoy pensando en dejarlo en Metacritic es un claro ejemplo de cómo el cine menos convencional puede ser el más gratificante, el que más nos empuja a pensar y a sentir de nuevas maneras.

El cine, en su forma más pura, es un arte que invita a la exploración, a la empatía y al cuestionamiento. Y a veces, las películas que menos anticipamos son las que nos dejan una huella más profunda. Animo encarecidamente a cualquiera que busque una experiencia cinematográfica que vaya más allá de lo superficial a sumergirse en esta obra de Charlie Kaufman. Prepárense para ser desafiados, para sentirse incómodos y para salir con más preguntas que respuestas, pero también para haber presenciado una pieza de arte verdaderamente única y poderosa.

Mi perspectiva personal: un viaje necesario

Personalmente, creo que Estoy pensando en dejarlo es una de esas películas que marcan un antes y un después en la forma en que uno percibe el cine. No es una película para todos, y lo reconozco. Requiere de una cierta disposición a dejarse llevar por lo abstracto y a aceptar la ambigüedad como parte fundamental de la experiencia. Pero para aquellos que se atreven a emprender este viaje, la recompensa es inmensa. Es una película que me hizo pensar en la fragilidad de la memoria, en cómo idealizamos las relaciones y en la constante búsqueda de significado en un mundo a menudo absurdo.

Me fascinó cómo Kaufman utiliza elementos tan cotidianos, como un viaje en coche o una cena familiar, para desvelar un universo de complejidad psicológica y existencial. La película no solo me inquietó, sino que me conmovió y me hizo reflexionar sobre aspectos de la condición humana que raramente se abordan con tanta profundidad en el cine comercial. Es una experiencia que, sin duda, recomendaría a cualquiera que busque algo más que un simple pasatiempo, algo que verdaderamente resuene y provoque una conversación interna mucho tiempo después de haber terminado.

Las películas como esta nos recuerdan que el cine es un medio ilimitado para explorar las profundidades de la experiencia humana, incluso aquellas que resultan más sombrías o desconcertantes. Y en un mundo que a menudo valora la simplicidad y la inmediatez, una obra que exige y recompensa la reflexión es, en sí misma, una victoria.

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